Un balance imposible en una zona de sacrificio
El 14 de diciembre de 1922 en las cercanías del tranquilo poblado costero de Cabimas, en la costa oriental del Lago de Maracaibo, ocurrió un evento que cambiaría la historia de Venezuela de tal manera que en ese momento era imposible de concebir.
Ese día, un pozo de petrolero llamado Barroso II comenzó a arrojar un enorme chorro de petróleo de manera descontrolada. Los empleados de la empresa petrolera sólo lograron controlarlo después de 9 días y 900.000 barriles de crudo esparcidos por toda la zona, manchando incluso las orillas del lago.
Para el gobierno de Venezuela este momento es recordado como el inicio de la explotación petrolera a gran escala en el país y, para el resto del mundo, como el surgimiento de un país petrolero.
Pero, también es el inicio de la destrucción en gran escala de los ecosistemas y culturas en toda la cuenca del Lago de Maracaibo.
El cambio que se inició a partir de ese evento fue tan importante, que no es posible entender la historia de Venezuela en el siglo XX sin entender el enorme impacto económico, social y político generado por la industria petrolera nacional.
Simultáneamente, no es posible calcular las gigantescas pérdidas en términos ambientales, sociales, culturales y por supuesto económicas – a nivel local – que se sacrificaron en el altar del moderno dios energético.
Daños que continúan hasta hoy en día, cuando todavía diariamente se derrama petróleo en el lago y la industria petroquímica vertió cantidades desconocidas de metales pesados directamente a sus aguas.
Adicionalmente, como consecuencia del desarrollo urbano producto de la riqueza petrolera, las ciudades costeras del lago crecieron de forma explosiva y desordenada y aún hoy en día usan el lago directamente como espacio para eliminar sus desechos sólidos y líquidos.
Todo ello convirtió ecosistemas soberbios, diversos y productivos en una zona de sacrificio.
El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas define como zona de sacrificio un lugar donde los residentes sufren consecuencias devastadoras para la salud física y mental y violaciones de los derechos humanos por vivir en focos de contaminación.
Un elemento muy importante asociado a esta definición es que la carga de la contaminación en esos lugares afecta de manera desproporcionada a grupos y comunidades que se encuentran en pobreza, sufren discriminación y marginación sistémica.
Estamos ante un grave caso de injusticia ambiental.
¿Es posible revertir esos daños?
La naturaleza tiene una capacidad muy grande de recuperación, aún luego de graves catástrofes ambientales. También es cierto que en algunas ocasiones esa recuperación puede necesitar tiempo que supera ampliamente la vida de los humanos. En algunos casos cientos o miles de años.
A veces no es posible esperar tanto tiempo ya que las contaminaciones en estas zonas pueden generar graves daños a la vida, la salud y los medios de vida de las personas y comunidades, por lo que es obligatorio que se inicien lo antes posible los procesos de mitigación, restauración y reversión de las condiciones que generaron los daños.
Pero, para que ocurran esos cambios las comunidades afectadas deben transformar su percepción de la situación que produce el daño. En particular dejar de considerar como “normales” las situaciones que los afectan.
Aquí nos conseguimos con un obstáculo: El “síndrome referencias cambiantes”, también llamado de “amnesia generacional”.
Esta situación fue observada en la década de los noventa del siglo pasado por el científico pesquero Daniel Pauly. Este notó que a pesar de que los datos de largo plazo daban cuenta de disminuciones importantes en la diversidad y abundancia de peces en algunas zonas, los científicos tomaban como “línea base” lo que habían observado a lo largo de sus investigaciones. Es decir que sólo veían los cambios en su tiempo de vida. A esa situación la llamó “Síndrome de referencias cambiantes”.
Unos años después, el psicólogo Peter Kahn describió un efecto similar en un contexto completamente diferente: los niños de comunidades negras de Houston, Texas. Estos niños no percibían que la ciudad donde vivían era una de las más contaminadas de los EEUU al desconocer como era antes de que ellos nacieran. A esa circunstancia la llamó “amnesia generacional”.
En cualquiera de estos casos, la situación es que los humanos aceptamos como normal el estado de cosas en los que vivimos y no percibimos los cambios a largo plazo que van generando daños graves a los ecosistemas de los cuales dependen nuestras vidas.
Para restaurar el ambiente primero hay que transformar personas
Volviendo al caso del Lago de Maracaibo, observen la imagen que encabeza este artículo y verán la percepción de las costas del lago de Maracaibo a lo largo de la historia y verán algunos de los cambios que han ocurrido. La enorme mayoría de los zulianos no tienen idea de esos momentos, ni siquiera en la mayor parte de los casos de lo que ocurría hace sólo 30 años atrás.
Por ello, todo cambio que queramos impulsar debe estar dirigido a que las personas y las comunidades zulianas puedan tomar consciencia de las transformaciones ambientales que han ocurrido en las comunidades y territorios donde viven. Asimismo, comprender las causas de los mismos y los daños que han producido y producen en sus vidas, así como de los cambios que es necesario impulsar para rescatar el lago, como medio para lograr una vida digna en el contexto de una ambiente sano, seguro y ecológicamente equilibrado.
Para ello es necesario iniciar programas masivos de educación y comunicación ambiental que lleve estos mensajes de cambio.
Estos programas no pueden estar basados exclusivamente en una transmisión de conceptos ecológicos, sino en un cambio de valores que a partir de la comprensión de su identidad social y ambiental a lo largo de la historia.
Esa comprensión histórica puede permitir a las personas y comunidades tomar conciencia de su relación con el entramado de la vida y el valor del mismo como parte de su identidad cultural. Asimismo, comprender sus derechos humanos ambientales como valores en sí mismos.
Pero a la vez, tomar conciencia del derecho de la naturaleza a seguir adelante sin que los humanos la destruyamos.
Al crecer ese nivel de conciencia en la población los cambios políticos y económicos necesarios serán inevitables.
Los indígenas Hoti de la Amazonía venezolana tienen una cosmovisión que los lleva al respeto a la naturaleza y su integración con la misma. Esa cosmovisión no nace del conocimiento racional del ambiente como entendemos los que no somos indígenas, sino del amor a la misma.
Necesitamos que nuestra educación sea una que enseñe a amar la naturaleza como partida a ser mejores personas y tener vidas mejores.
Los zulianos tienen la palabra.